Entrar a una nueva cultura es intimidante. Significa ir de ser Alguien a ser Nadie, de ser local a extranjero, del primer plano al fondo.Todo lo que pensabas que sabías acerca del mundo se torna de cabeza, y lo que eras en el pasado en gran parte se vuelve irrelevante. Nadie sabe acerca de las maravillosas obras que hayas logrado, el alto status que hayas construido o el gran respeto que hayas ganado. Lo que importa sobre todo simplemente es quién eres ahora, en este momento, para estas personas. Y no me gustó ese sentimiento ni un poquito.
Venir a China fue un shock para el sistema. Yo estaba a un millón de millas de mi zona de comodidad. Fui discriminado por ser diferente. No encajaba, no hablaba el lenguaje, y no entendía la extraña y maravillosa cultura china. Una riqueza de sentimientos surgía: inseguridad, frustración, híper-crítica, estaba molesto con el pueblo chino simplemente por ser chino, y por vivir de una manera que yo no comprendía. Yo traté de enseñar clases de liderazgo, le decía a la gente las cosas que sentía que necesitaban oír, pero mis palabras chocaban con una pared de ladrillos. Estos métodos habían funcionado perfectamente allá en casa, así que ¿por qué no aquí? yo estaba quebrado; no podía cumplir la única cosa que había venido a hacer aquí.
Mi único, asombroso constante en todo esto, era Dios. Todo alrededor de mí había cambiado, pero Dios nunca se movió. Le pregunté por qué mis clases fallaron. Por qué la gente no escuchaba. Por qué no estaba teniendo impacto en China. Y Él simplemente respondió, “Deja de decirles. Enséñales”.
La siguiente semana retrocedí y escuché, en lugar de predicarle a la gente. Traté de ejemplificar el liderazgo, en lugar de instruirlo. Mis principios permanecían iguales pero mis métodos cambiaron. Funcionó: la gente se comprometía y yo estaba aprendiendo con ellos. Junto a ellos. De esta actitud de humildad y gracia vinieron relaciones más fuertes, mejor compenetración con mi equipo, y mayor impacto a través de mi vida y obra en China. Empecé a hablar no como un profeta de la perfección sino como un compañero de lucha en el viaje de la vida.
Dios tuvo que quebrarme para que yo sea de alguna utilidad. Creo que me puso en China no para mi felicidad sino para mi santidad. Para descubrir toda la basura dentro de mí, y limpiarme de ella. Para sacar mis preconcepciones culturales, y enseñarme a vivir por gracia. No se trata acerca de quién soy, o de lo que haya logrado con mi vida, sino de quién soy en Cristo cuando todo lo demás es quitado. Y Él exhala su gracia y perdón sobre mí, así que, necesito exhalar gracia y perdón gratuitamente sobre los que me rodean. Si hay que sacar una cosa de mi experiencia en China es esta: Dios tiene que hacer grandes cosas en nosotros, antes que pueda empezar a hacer grandes cosas por medio de nosotros.
Aprendí esto duramente. Pero estar en ese viaje es una aventura y un privilegio en sí
mismo, y no cambiaría eso por nada.