
Siete mujeres, un hombre y seis ciudades en caminatas de oración: Pune, Bombay, Varanasi, Calcuta, Darjeeling, Kalimpong. En todas ellas visitamos obreros, llevamos valijas de regalos y algunos pedidos puntuales que nos hicieron. También incluía regalos y atenciones para obreros nacionales.
Cuando recibían algún regalo, en especial de su familia, como una horma de queso de 5 kilos, lo olían como si fuera un perfume importado, lo abrazaban y lo sostenían por largo tiempo.
Entendí que al oler, y cerrar sus ojos, allí estaba su familia, su sangre, su casa, sus ciudad, su país, sus recuerdos, sus momentos gratos. No pude dejar de llorar al ver eso. Aún tengo esa imagen viva en mi mente.
Los abrazos a veces duraban muchos minutos. Hacía mucho tiempo que no podían abrazar en confianza, desahogarse, llorar. No había que decir nada, sólo sostenerlos abrazados.
Recuerdo que una obrera, luego de un momento así, se sentó “a upa”, sobre la falda de la hermana que la sostuvo, como si fuera una niña en el regazo de su madre.
Esta hermana ocupó el lugar simbólico de su madre y le daba palabras de afirmación, consuelo y amor.
Lloró demasiado… pero revivió.
Invitarlos a cenar en algún restaurante en su ciudad era algo como un cumpleaños. Estaban felices pues hacía tiempo que no tenían esa oportunidad por falta de finanzas. Orar con ellos por cosas específicas levantaba gran carga de sus hombros. También, confesar, remitir pecados, restaurar con palabras de dirección, según lo que el Espíritu Santo nos daba en particular a cada uno. Eso fue reanimante y reparador de su vida espiritual.
La risa, las bromas, eran parte de la sanidad, podían reír sin ser mal interpretados en la cultura porque lo hacían con su familia de país de origen.
Por Claudia Bustamante, del Ministerio Red de Apoyo Integral al Misionero (RAIM) en Argentina. Desde 2001 viaja realizando visitas a los obreros en el campo.
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